viernes, 30 de enero de 2009

Viaje a India - 30 de enero

Calcuta

En la sala de espera del aeropuerto de Dubai nos reunimos cinco “invitados internacionales” del Workshop de Shillong: dos historiadores brasileros (uno paulista, el otro carioca), Sabina (una socióloga argentina que vive en París), Diana (colombiana, de Bogotá, pero vive en México) y yo. Nos subieron al avión a las 3 am, pero no despegó hasta las 7. Había mucha neblina y esperaron que amanezca. Eso supuse, porque nadie dio explicaciones. El vuelo a Calcuta fue en un avión mediano con abrumadora mayoría de hindúes. A mi lado se sentó un señor que en el desayuno tomaba una medida de whisky con una lata de cerveza, mezclados. Pidió unas cinco veces eso y entretanto erutaba con frecuencia. Conmigo era simpático. Yo trataba de serlo también. El desayuno fue fuerte, con una base de papas a la mostaza y unos vegetales cocidos, bastante picantes. Se acercaba Calcuta, se acercaba la India, el paraíso de los condimentos, el lugar de los millones de olores.


Llegamos a Calcuta cerca del mediodía. Desde el avión lo único que llamaba la atención era la densa capa de smog que cubría la ciudad. Cuando aterrizamos, los bengalíes se desesperaban por salir de sus asientos y las azafatas se desesperaban por controlarlos. Si una terminal de ómnibus de alguna ciudad argentina mediana – supongamos - tuviera la infraestructura del aeropuerto de Calcuta, creo que sería calificada como mediocre y atrasada. Pero esos calificativos no caben en la India. Si venís con planes de realizar un viaje, India ofrece millones de posibilidades, si tenés planes de hacer turismo, mejor apuntá para las Islas Maldivas o tomá un vuelo directo a New Delhi y visita el Taj Mahal con una agencia internacional. No tendrás ningún tipo de inconvenientes, ni te acontecerá nada impredecible. Pero no habrás viajado a la India.


Pronto entenderíamos que habíamos pasado, sin escala y sin anestesia, de una de las ciudades más ricas del mundo a una de las más pobres. Afuera del aeropuerto nos estaba esperando, desde hacía más de 3 horas, Kamalika Mukherjee. El recibimiento de ella nos anticipaba algo que nos iba a acompañar en toda la estadía en West Bengal: no tengo ninguna duda al escribir que nunca antes, en ningún lugar que visité, vi algo parecido a la cordialidad y la hospitalidad de los indios. Era difícil, para mis esquemas, entender cómo las mismas personas que se pisoteaban entre ellas para pasar primero, luego mostraban una cortesía inagotable. Kamalika nos indicó que había dos autos esperándonos y los chauffers nos quitaron las maletas de las manos. Una discreta multitud se amontonaba esperando la salida de sus familiares, probablemente varios de ellos trabajen y vivan en Dubai. Esa ruta (asimétrica, claro) es bastante fluida.
Primer viaje en automóvil: el vínculo entre lo que recibíamos por estimulación sensitiva, nuestra capacidad de procesar racionalmente esos datos y de expresarlo en palabras, se quebró por completo. Compartí ese viaje con Diana y Sabina, pero apenas cruzamos alguna frase. No era miedo al tránsito: es verdad que subirse a un vehículo en Calcuta no es una experiencia apta para los que sufren mucho del vértigo, como advierten todas las guías de viajero, pero no es ni más veloz ni más arriesgado que subirse a un ómnibus en Rio de Janeiro, a lo que lamentablemente ya estoy acostumbrado. Manejan, eso sí, muy diferente. El conductor (sentado del lado derecho, a la inglesa) usaba la bocina todo el tiempo. Es que todos usan la bocina todo el tiempo, en cada esquina, cada vez que se aproximan a otro auto, como una forma de decir córrete, déjame pasar, cuidado, como una forma de insultar por alguna mala maniobra. Y al mismo tiempo no dicen nada, porque cada bocinazo se confunde en una sinfonía a la que se le suma el ruido de los motores y los gritos. El parque automotor está compuesto en su gran mayoría de autos viejos, por lo cual ese ruido llega a ser casi insoportable.
Si nuestros oídos estaban saturados, no era diferente la suerte de la vista y del olfato. En el largo trayecto que nos condujo hasta el lugar en el que dormiríamos, las imágenes pasaban caóticamente: los viejos taxis amarillos (todos Ambassador Clasic 1500, de Hind Motors) se alternaban entre ómnibus superpoblados, bicicletas, carretas a tracción humana y peatones. En vano las calles están saturadas de carteles de la Kolkata Traffic Police, pidiendo respeto a las normas de tránsito o prohibiendo el uso de las bocinas. Ropas de todos los colores colgadas en la calle, mujeres lavando ropa en la acera de los ríos, las vacas sagradas tomando agua de esos mismos ríos, basura y contaminación por donde se mire, perros flacos y muchos cuervos.
De plumaje negro y movimientos aparatosos, los cuervos abundan como las palomas en las ciudades occidentales. Parecen como adaptados al ritmo y al temple de Calcuta, son llamativos y perseverantes, gritan mucho y se disputan entre ellos los restos de la basura que pueden significar algún alimento. Si hay algo que uno no puede decir es que desentonan con el paisaje.

Atravesamos casi toda la ciudad, hacia el sur, hasta llegar a la casa en la que pasaríamos esa noche. El lugar, que ahora pertenece a un instituto de ciencias sociales, era la residencia familiar de un historiador hindú, Jadunath Sarkan. Una casa enorme, de varios pisos, que fue donada por su mujer y aún conserva intacta algunas partes, entre ellas su biblioteca. Nos acomodaron en tres cuartos, yo fui el único que recibí uno individual. Kamalika vino hasta mi cuarto y me explicó cómo funcionaban algunas cosas. Si no le entendí mal (aún no estaba completamente habituado al inglés hindú), pidió disculpas porque el cuarto no tenía las comodidades a las que supuestamente estaba acostumbrado. Yo no supe articular una respuesta que expresara lo poco que me importaba en ese momento el confort y lo mucho que estaba agradecido por el trato. No sé si me entendió. Me explicó que en 25 minutos debía estar en la sala para ir a comer.
Me bañé al estilo hindú, tirándome agua encima con un recipiente que servía para eso y salí. Nos llevaron a un restaurante muy bueno para probar la culinaria bengalí. Comí Gushtaba (unas deliciosas albóndigas preparadas en una salsa de yogurt), Tandoori y Kababs. Al terminar nos sirvieron una marmita con agua tibia y una rodaja de limón, que se usa para limpiarse las manos, y comimos anís.


Salimos, fuimos a caminar un poco, recorrimos un Oxford Bookstore… pero estábamos muy cansados. Al otro día, debíamos juntarnos a las 6 de la mañana para desayunar, antes de salir hacia el aeropuerto para tomar un vuelo hasta Guwahati, en el estado de Meghalaya. No había apuro, sabíamos que íbamos a volver a Calcuta. Resolvimos entonces irnos a la casa para dormir. Caí en la cama, muerto de cansancio. A las 4 de la mañana me levanté de repente y no pude dormir de nuevo, era el maldito jet-lag, del cual no me recuperaría hasta el tercer o cuarto día. A la noche, tarde, cuando las bocinas de los autos desaparecen casi por completo, perduran los gritos de los cuervos.