sábado, 31 de enero de 2009

Viaje a India - 31 de enero

North-Eastern


Mientras los cuervos gritaban, me dediqué a leer un poco y luego a escribir este diario. A las 6 am paré para bañarme y pasé a la sala donde se servía el desayuno (café, dos huevos, dos rodajas de pan y manteca). A las 7.30 salimos de nuevo para el aeropuerto de Calcuta. En las calles, los bengalíes barrían sus veredas con movimientos rápidos y frenéticos, usando un puñado de hojas de palmera, secas y atadas, lo que los obliga a agacharse más que en el uso de nuestras escobas.

El sol comenzaba a sentirse más, siempre filtrado por la bruma de la niebla mezclada con smog. Llegamos al aeropuerto e hicimos una suerte de check-in que nos dejó bastante intranquilos, porque no recibimos a cambio ningún papel que dejara constancia de la entrega de maletas. Sei lá…




Necesitábamos comprar rupias, pero no había casa de cambio en la terminal de vuelos domésticos. Tampoco había conexión interna con la parte internacional, así que tuvimos que salir del aeropuerto y bordearlo. Ahora el policía no quería dejarnos salir. Nos costó unos cinco minutos convencerlo (mi impresión es que terminó cediendo por cansancio), y lo mismo tuvimos que hacer en la terminal internacional para entrar sin pasajes. En India, al fin y al cabo, todo es negociable. Compramos rupias y volvimos a la otra terminal. En el camino nos custodió una vaca, mientras un policía – que parecía un francotirador- apuntaba con un rifle hacia un punto fijo por el que inevitablemente debíamos pasar, cada vez. Las calles y los lugares públicos de India están bastante militarizados desde el atentado en Mumbai. Diana me confesó que ella, como colombiana, estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Yo no.

Mientras esperábamos la hora de embarque, compramos unos pasajes aéreos para asegurarnos el viaje a Delhi, a la vuelta de Shillong. En la puerta de embarque nos encontramos con un grupo de profesores del Centre for Studies in Social Sciences de Calcuta, que viajaban con nosotros. El vuelo salía a las 10 y era en Jet Airways, una aerolínea local (la mejorcita de las cuatro que usé en India). Demoró, más o menos, una hora hasta el aeropuerto Gopinath Bordoloi de la ciudad de Guwahati. Es que no íbamos directo a Shillong, no tiene aeropuerto. El más cerca esta en Guwahati, que queda en otro estado, a unas 3 horas en automóvil. Otra alternativa es volar hasta Guwahati y de ahí tomar un taxi-helicóptero hasta Shillong. No era una opción carísima, creo que un profesor que viajó solo en otro vuelo lo hizo, pero a nosotros nos llevaron en dos camionetas.




En el viaje atravesamos el estado de Azara hasta llegar a Meghalaya, otro estado del cual Shillong es la capital. Paramos en un kiosco en la ruta para comprar agua y algo para comer en el viaje. Era un puesto rojo, chiquito, parecido a nuestras casillas de venta de diarios. Letreros de Nestlé en inglés se mezclaban con publicidades en hindi, mientras las típicas papas fritas de pepsico snack asomaban entre una canasta de huevos y un pequeño santuario con los dioses hindúes. La ruta se hacía lenta porque estaba plagada de camiones.


Exceptuando el asfalto de la ruta, todo lo demás eran caminos de tierra rojiza. Esa zona está poblada por distintas comunidades que mantienen relativamente sus costumbres y sus lenguas. La colonización inglesa no fue muy efectiva allí. Paramos en la mitad del camino para almorzar y probé por primera vez la comida del noreste, que disfruté mucho porque aún no había pasado una semana entera comiendo casi lo mismo.

Continuamos. En las rutas, los indios no manejan mucho mejor que en las ciudades. En Calcuta había percibido que todos los autos tienen marcas de choques, sobretodo pequeñas marcas en los laterales. Se choca con bastante frecuencia, no suelen ser situaciones muy graves: desde dentro del auto los conductores se insultan durante unos minutos, parando el tránsito mientras todos los que están detrás tocan bocina y también insultan. Pero no hacen ningún tipo de ritual formal de intercambio de datos, patente, póliza de seguro, ni nada de eso. Simplemente se insultan un momento y continúan. Vi varios de esos choques, y me tocó vivir dos en carne propia. En el primero me asusté un poco, en el segundo ya no. En las rutas, en cambio, la cosa es más grave. Percibimos eso rápidamente en el camino de Guwahati a Shillong. Después del almuerzo estábamos comentando lo mal que manejaban en las rutas y lo extraño que nos resultaba que no chocaran. No habíamos terminado de discutir ese tema entre los latinoamericanos cuando la respuesta se nos impuso de un modo bastante brusco: un camión cruzado en la ruta, una moto desparramada en la acera y un cadáver de una mujer entre la moto y el camión. No volvimos a tocar el tema por varios kilómetros.




Unas horas más tarde llegamos a la North-Eastern Hill University, previo paso por la ciudad de Shillong. Estaba cayendo el sol sobre el lago. Ahí nos enteramos que ni siquiera estaríamos en Shillong, sino en un campus ubicado a unos pocos kilómetros, en medio de un bosque muy bonito. El auto se detuvo en la New Guest House y nos explicaron que debíamos separarnos. Sabina y Diana tendrían una habitación allí, a nosotros nos llevaban a unas cabañas que quedaban más cerca del Seminar Complex (donde se realizaba el Workshop, los desayunos, almuerzos y cenas). Nuestra ubicación era mejor, porque la distancia era fácilmente caminable y teníamos más libertad de ir y venir a cada rato. Shillong era un lugar de montaña, estábamos en pleno invierno y hacía bastante frío. Las cabañas eran también frías, pero estaban bien. Supe que me habían asignado como roomate a Atig Ghosh, un historiador de Calcuta que está haciendo el doctorado en el Colegio de México. Me bañé, fui a cenar, pero no estuve mucho tiempo. Nos fuimos todos a dormir temprano.



viernes, 30 de enero de 2009

Viaje a India - 30 de enero

Calcuta

En la sala de espera del aeropuerto de Dubai nos reunimos cinco “invitados internacionales” del Workshop de Shillong: dos historiadores brasileros (uno paulista, el otro carioca), Sabina (una socióloga argentina que vive en París), Diana (colombiana, de Bogotá, pero vive en México) y yo. Nos subieron al avión a las 3 am, pero no despegó hasta las 7. Había mucha neblina y esperaron que amanezca. Eso supuse, porque nadie dio explicaciones. El vuelo a Calcuta fue en un avión mediano con abrumadora mayoría de hindúes. A mi lado se sentó un señor que en el desayuno tomaba una medida de whisky con una lata de cerveza, mezclados. Pidió unas cinco veces eso y entretanto erutaba con frecuencia. Conmigo era simpático. Yo trataba de serlo también. El desayuno fue fuerte, con una base de papas a la mostaza y unos vegetales cocidos, bastante picantes. Se acercaba Calcuta, se acercaba la India, el paraíso de los condimentos, el lugar de los millones de olores.


Llegamos a Calcuta cerca del mediodía. Desde el avión lo único que llamaba la atención era la densa capa de smog que cubría la ciudad. Cuando aterrizamos, los bengalíes se desesperaban por salir de sus asientos y las azafatas se desesperaban por controlarlos. Si una terminal de ómnibus de alguna ciudad argentina mediana – supongamos - tuviera la infraestructura del aeropuerto de Calcuta, creo que sería calificada como mediocre y atrasada. Pero esos calificativos no caben en la India. Si venís con planes de realizar un viaje, India ofrece millones de posibilidades, si tenés planes de hacer turismo, mejor apuntá para las Islas Maldivas o tomá un vuelo directo a New Delhi y visita el Taj Mahal con una agencia internacional. No tendrás ningún tipo de inconvenientes, ni te acontecerá nada impredecible. Pero no habrás viajado a la India.


Pronto entenderíamos que habíamos pasado, sin escala y sin anestesia, de una de las ciudades más ricas del mundo a una de las más pobres. Afuera del aeropuerto nos estaba esperando, desde hacía más de 3 horas, Kamalika Mukherjee. El recibimiento de ella nos anticipaba algo que nos iba a acompañar en toda la estadía en West Bengal: no tengo ninguna duda al escribir que nunca antes, en ningún lugar que visité, vi algo parecido a la cordialidad y la hospitalidad de los indios. Era difícil, para mis esquemas, entender cómo las mismas personas que se pisoteaban entre ellas para pasar primero, luego mostraban una cortesía inagotable. Kamalika nos indicó que había dos autos esperándonos y los chauffers nos quitaron las maletas de las manos. Una discreta multitud se amontonaba esperando la salida de sus familiares, probablemente varios de ellos trabajen y vivan en Dubai. Esa ruta (asimétrica, claro) es bastante fluida.
Primer viaje en automóvil: el vínculo entre lo que recibíamos por estimulación sensitiva, nuestra capacidad de procesar racionalmente esos datos y de expresarlo en palabras, se quebró por completo. Compartí ese viaje con Diana y Sabina, pero apenas cruzamos alguna frase. No era miedo al tránsito: es verdad que subirse a un vehículo en Calcuta no es una experiencia apta para los que sufren mucho del vértigo, como advierten todas las guías de viajero, pero no es ni más veloz ni más arriesgado que subirse a un ómnibus en Rio de Janeiro, a lo que lamentablemente ya estoy acostumbrado. Manejan, eso sí, muy diferente. El conductor (sentado del lado derecho, a la inglesa) usaba la bocina todo el tiempo. Es que todos usan la bocina todo el tiempo, en cada esquina, cada vez que se aproximan a otro auto, como una forma de decir córrete, déjame pasar, cuidado, como una forma de insultar por alguna mala maniobra. Y al mismo tiempo no dicen nada, porque cada bocinazo se confunde en una sinfonía a la que se le suma el ruido de los motores y los gritos. El parque automotor está compuesto en su gran mayoría de autos viejos, por lo cual ese ruido llega a ser casi insoportable.
Si nuestros oídos estaban saturados, no era diferente la suerte de la vista y del olfato. En el largo trayecto que nos condujo hasta el lugar en el que dormiríamos, las imágenes pasaban caóticamente: los viejos taxis amarillos (todos Ambassador Clasic 1500, de Hind Motors) se alternaban entre ómnibus superpoblados, bicicletas, carretas a tracción humana y peatones. En vano las calles están saturadas de carteles de la Kolkata Traffic Police, pidiendo respeto a las normas de tránsito o prohibiendo el uso de las bocinas. Ropas de todos los colores colgadas en la calle, mujeres lavando ropa en la acera de los ríos, las vacas sagradas tomando agua de esos mismos ríos, basura y contaminación por donde se mire, perros flacos y muchos cuervos.
De plumaje negro y movimientos aparatosos, los cuervos abundan como las palomas en las ciudades occidentales. Parecen como adaptados al ritmo y al temple de Calcuta, son llamativos y perseverantes, gritan mucho y se disputan entre ellos los restos de la basura que pueden significar algún alimento. Si hay algo que uno no puede decir es que desentonan con el paisaje.

Atravesamos casi toda la ciudad, hacia el sur, hasta llegar a la casa en la que pasaríamos esa noche. El lugar, que ahora pertenece a un instituto de ciencias sociales, era la residencia familiar de un historiador hindú, Jadunath Sarkan. Una casa enorme, de varios pisos, que fue donada por su mujer y aún conserva intacta algunas partes, entre ellas su biblioteca. Nos acomodaron en tres cuartos, yo fui el único que recibí uno individual. Kamalika vino hasta mi cuarto y me explicó cómo funcionaban algunas cosas. Si no le entendí mal (aún no estaba completamente habituado al inglés hindú), pidió disculpas porque el cuarto no tenía las comodidades a las que supuestamente estaba acostumbrado. Yo no supe articular una respuesta que expresara lo poco que me importaba en ese momento el confort y lo mucho que estaba agradecido por el trato. No sé si me entendió. Me explicó que en 25 minutos debía estar en la sala para ir a comer.
Me bañé al estilo hindú, tirándome agua encima con un recipiente que servía para eso y salí. Nos llevaron a un restaurante muy bueno para probar la culinaria bengalí. Comí Gushtaba (unas deliciosas albóndigas preparadas en una salsa de yogurt), Tandoori y Kababs. Al terminar nos sirvieron una marmita con agua tibia y una rodaja de limón, que se usa para limpiarse las manos, y comimos anís.


Salimos, fuimos a caminar un poco, recorrimos un Oxford Bookstore… pero estábamos muy cansados. Al otro día, debíamos juntarnos a las 6 de la mañana para desayunar, antes de salir hacia el aeropuerto para tomar un vuelo hasta Guwahati, en el estado de Meghalaya. No había apuro, sabíamos que íbamos a volver a Calcuta. Resolvimos entonces irnos a la casa para dormir. Caí en la cama, muerto de cansancio. A las 4 de la mañana me levanté de repente y no pude dormir de nuevo, era el maldito jet-lag, del cual no me recuperaría hasta el tercer o cuarto día. A la noche, tarde, cuando las bocinas de los autos desaparecen casi por completo, perduran los gritos de los cuervos.

jueves, 29 de enero de 2009

Viaje a India - 29 de enero

São Paulo

Ahora empezaba la travesía aérea con larguísimas esperas en cada escala. En Guarulhos, la primera escala, que creo será la menor de todas, fue de 4 horas. El check-in ya me colocó en un clima árabe, cuando me atendió una muchacha con túnica en los mostradores de Emirates.

El avión era un abuso de tecnología. Intentaba develar lo que era -para mí- un complejo sistema de autogestión con monitor interactivo, mientras un japonés, que estaba sentado cerca, me humillaba tocando la pantalla y haciendo con ella prácticamente lo que quería. O al menos así me parecía. Entre el japonés y yo había un asiento vacío. Supe que era japonés porque le pregunté de dónde era. Me respondió “Japan”, y fue la única palabra que me dirigió en todo el vuelo. Antes de despegar, una azafata nos trajo paños tibios embebidos en perfume. Agarré uno, comencé a observar que los árabes se limpiaban la cara. Repetí el ritual. Hasta que trajeron la comida estuve viendo noticias de la BBC, los resultados del día del Australian Open, configurando mi playlist de música para el viaje y eligiendo las opciones del menú, ahí en la pantallita. El vuelo era una buena metáfora de mi destino (Dubai): paños tibios y comunicación satelital, tradición y tecnología.

Llegué a Dubai de noche. La noche se hizo muy larga, apenas habíamos tenido algunas horas de luz cuando sobrevolamos África (esas cosas de para dónde gira la tierra y qué se yo). La primera impresión que me llevé de Dubai fue la experiencia del aeropuerto, que recorrí de punta a punta porque tenía una tediosa espera de 6 horas, hasta las 3.50 am, cuando salía el otro vuelo hacia Calcuta. Todas las estructuras del aeropuerto son impresionantes, los petrodólares se notan en cada rincón.

Oriente y occidente se mezclan de todas formas: un macdonnals en el que la gente se saca los zapatos para comer, un expendedor automático de condimentos. Ah! Y joyas… oro, plata, diamantes, por todos lados. Los árabes tienen una fascinación por las piedras y los metales preciosos.
El aeropuerto es inmenso, y los medios que conectan cada área son muy largos: largos los pasillos, largas las escaleras mecánicas, largos los corredores mecánicos.


Muchísima gente duerme en el piso, aún habiendo sillones muy cómodos. Se acomodan junto a sus equipajes, descalzos y generalmente se tapan con alguna manta. Pasé un buen tiempo contemplando mujeres: los trajes, los velos, los tatuajes en las manos, los accesorios. Algunas parecían arbolitos de navidad.



miércoles, 28 de enero de 2009

Viaje a India - 28 de enero

Rio de Janeiro

Salí de casa con Vinícius a las 16.00, tarde como siempre. Temíamos por el tránsito que se genera en la linha amarela, autopista que conecta el centro con la zona norte de la ciudad, por la cantidad de gente que sale del trabajo. Para colmo llovía: cuando llueve en las calles de Rio da la impresión que uno ve más autos que personas. En verdad para mi no era tarde. Iniciaba mi travesía aérea a las 20.00 en un vuelo de TAM que me llevaría hasta el aeropuerto de Guarulhos, en Sao Paulo. Vinícius, en cambio, tenía su vuelo más temprano, hacia Congonhas, el otro aeropuerto paulista. Él salía de la terminal de vuelos locales, nos despedimos y continué caminando solo hacia la terminal internacional. Así comencé otro viaje solitario.