Ahora empezaba la travesía aérea con larguísimas esperas en cada escala. En Guarulhos, la primera escala, que creo será la menor de todas, fue de 4 horas. El check-in ya me colocó en un clima árabe, cuando me atendió una muchacha con túnica en los mostradores de Emirates.
El avión era un abuso de tecnología. Intentaba develar lo que era -para mí- un complejo sistema de autogestión con monitor interactivo, mientras un japonés, que estaba sentado cerca, me humillaba tocando la pantalla y haciendo con ella prácticamente lo que quería. O al menos así me parecía. Entre el japonés y yo había un asiento vacío. Supe que era japonés porque le pregunté de dónde era. Me respondió “Japan”, y fue la única palabra que me dirigió en todo el vuelo. Antes de despegar, una azafata nos trajo paños tibios embebidos en perfume. Agarré uno, comencé a observar que los árabes se limpiaban la cara. Repetí el ritual. Hasta que trajeron la comida estuve viendo noticias de la BBC, los resultados del día del Australian Open, configurando mi playlist de música para el viaje y eligiendo las opciones del menú, ahí en la pantallita. El vuelo era una buena metáfora de mi destino (Dubai): paños tibios y comunicación satelital, tradición y tecnología.
Oriente y occidente se mezclan de todas formas: un macdonnals en el que la gente se saca los zapatos para comer, un expendedor automático de condimentos. Ah! Y joyas… oro, plata, diamantes, por todos lados. Los árabes tienen una fascinación por las piedras y los metales preciosos.
El aeropuerto es inmenso, y los medios que conectan cada área son muy largos: largos los pasillos, largas las escaleras mecánicas, largos los corredores mecánicos.
Muchísima gente duerme en el piso, aún habiendo sillones muy cómodos. Se acomodan junto a sus equipajes, descalzos y generalmente se tapan con alguna manta. Pasé un buen tiempo contemplando mujeres: los trajes, los velos, los tatuajes en las manos, los accesorios. Algunas parecían arbolitos de navidad.